viernes, 28 de mayo de 2010

El chicle es para las chicas.

Ayer fui al cumpleaños de una amiga, lo festejaba en su casa. Es una compañera de la facultad con la cual me llevo muy bien pero, a decir verdad, no nos conocemos tanto (por "tanto", entiéndase a conocer los amigos que no son comunes). La realidad es que tampoco yo había ido antes a un cumpleaños suyo, así que ¿cómo voy a pretender conocer a sus amigos? En fin.

Llegué al cumpleaños con coca cola y fernet bajo el brazo para encontrarme con que ninguno de nuestros amigos en común había llegado. Soy tímida pero no tanto, así que me hice un fernet, me prendí un pucho y me senté a observar lo que pasaba a mi alrededor.

A medida que fue pasando el tiempo y que las sustancias comenzaron a entrar en el torrente sanguíneo, comencé a hablar de trivialidades con algunas personas, empecé a opinar y a mostrar un poco quien soy yo, al menos a quien estuviera con intenciones de averiguarlo. Y la verdad es que la pasé muy bien.

En un momento de la noche, pasó algo particular, algo que me llamó la atención. Tenía un gusto a pizza terrible en la boca y ya estaba empezando a molestarme porque hacía rato que había dejado de comer. Y recordé que cuando fui al kiosco a comprar la Coca, había comprado también chicles de menthol. Saqué el paquete, agarré uno y convidé. Las primeras cuatro personas en agarrar un chicle fueron mujeres: mi amiga del cumpleaños, una amiga suya muy fashion, una chica simpática que hablaba raro y una chica con la que solamente hablé chicle de por medio. Luego giré hacia mi derecha donde estaba gran parte del plantel masculino para ofrecerles mi cajita de la manera más amable. Todos me miraron con cara de chongo superado de "¿Cómo voy a comerme un chicle si estoy tomando cerveza?" y comenzaron a hacer chistes estúpidos sobre mezclar esos sabores y bla bla bla (en ese momento dejé de escucharlos). Se festejaban, hablaban fuerte, se reían y se palmeaban la espalda.

Hubo, sin embargo, dos excepciones que, curiosamente, estaban sentados a mi izquierda. Uno, un pibe muy amable y muy simpático, ni lo pensó: abrió la cajita y se metió un menthol en la boca. Cuando tomó un trago de cerveza cayó en la cuenta de que era como haberle puesto dentífrico al vaso, se rió y siguió mascando para luego decir "Bueno, tampoco está tan mal". De todos modos, su amigo fue el que me causó más ternura.

El chico este, un pibe medio raro, flaaaaaaaaco y con melena de modelo europeo, agarró el chicle y justo cuando se lo iba a meter en la boca vio a su amigo tomar el trago de cerveza con dentífrico. Entonces se quedó con el chicle en la mano. Un laaaaargo rato. Podría decir que estuvo así durante una hora hasta que, convencido de que nadie lo veía, intentando disimular se guardó el chicle en el bolsillo.

Digo que no a los modos "superados" que presentaron esos chongos cuando les ofrecí el chicle. Ojo, chongos queridos que leen esto, no se ofendan, no tengo nada contra ustedes. Este es un caso particular que puede darse con miles de humanos diferentes. A mí, esta vuelta, me tocó con unos chongos.

El chicle es para las chicas. O para aquellos que por galantería, simpatía, timidez o liberación juegan que, al menos por una noche, es para ellos también.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Un pucho y voy...

Fumo desde hace ya siete años. Ya sé, hace mal, lo sé muy bien, no necesito que me lo digan. Pero la verdad es que por ahora no quiero dejar. Sé que eventualmente voy a hacerlo, pero por ahora no. No me preocupa, no creo que no pueda dejarlo. Sí, va a ser difícil, pero no me parece algo imposible. Cuando quiero soy muy decidida.

Todos los fumadores desarrollamos comportamientos bizarros con respecto al vicio. Tengo una amiga que constantemente prende un pucho pero el 80% de las veces fuma sólo la mitad y la otra muere en el cenicero. Tengo otra que no importa si tiene puchos o no, siempre compra uno o dos atados "por las dudas". Mi papá tuvo, durante un tiempo, la manía de guardar las cajitas de Parisien que fumaba. Nunca entendí por qué, pero las terminé usando para un práctico de la facultad sobre la gestalt. Mi mamá apaga prácticamente TODOS sus Virginia Super Slims mojándolos con un poco de agua "a ver si lo apago mal y se prende todo fuego".

Mi manía es una manía muy molesta para mucha gente, que está netamente relacionada con el grado de panchez que tengo en la vida y es la manía de "me fumo un pucho y...".

Escucho el lavarropas terminar el centrifugado y tengo que ir a colgar la ropa. ¿Qué hago? Me fumo un pucho y la cuelgo. Hay que llamar a la abuela, ¿qué hago? Me fumo un pucho y la llamo. Me fumo un pucho y bajo a comprar Coca. Me fumo un pucho empiezo a cocinar o, en su defecto, me fumo un pucho y llamo al delivery. Me fumo un pucho y sigo tejiendo la bufanda. Me fumo un pucho y arranco con el práctico. Me fumo un pucho, luego existo.

Lo que me quedo pensando de esta manía con el pucho es: ¿es el cigarrillo para mí la sublimación de alguna pulsión oral o es en realidad una acción de carácter enfático para mi comportamiento de paja? ¿Necesito tener algo en la boca o necesito algo que me demore en todo lo que tengo que hacer?

Tengo que poner a lavar una tanda de ropa. Me fumo un pucho y voy.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Mi celular y yo.

La verdad es que mi historia con los teléfonos celulares ha sido siempre un tema. Un tema caótico. A continuación:

Pobreaburrida y la telefonía móvil: una dudosa relación.

El ladrillo: Mi primer celular fue el celular viejo de mi papá. Cuando él se compró un Nokia 1100 me dio su antiguo teléfono (similar). El aparato pesa alrededor de un kilo (no les miento). La verdad es que a mí la movida de los teléfonos celulares no me gustaba mucho. Menos si significaba llevar encima semejante peso para ni siquiera poder mandar mensajes de texto. Así que, lo tenía en mi pieza cual teléfono fijo.

El hermoso: Cuando me fui de intercambio a Suecia me dije que no iba a tener celular. Que para qué. Que total usaba un teléfono público o un locutorio... Ilusa. En Suecia no hay locutorios y, teléfonos públicos, hay uno cada veinte cuadras. En un momento me vi obligada a conseguirme un celular y obtuve gratis el viejo celular de mi hermana sueca, que no lo usaba más porque no le andaba el joystic (yo descubrí que se podía navegar las pantallas con los números así que el joystick me chupó un huevo). La verdad es que amé ese celular por su simplicidad, un celular muy más que amable.

El "B3": Cuando volví de Suecia, la telefonía móvil había anclado en la Argentina y ya no tenía escapatoria. Por más locutorio que tuviese cerca, era inminente tener el celular propio. No sé muy bien por qué era inminente, pero parecía que lo era. Así que obtuve el celular de mi mamá (tuve muchos celulares que eran de otras personas) que había abandonado porque no toleró su fragilidad y volvió a su amado Nokia 1100. El celular era el conocido Motorola V3 que, para mí, más que celular era un avión. Yo no sabía nada de celulares, pero parece que era bastante popular en esos tiempos porque cada vez que decía que lo tenía me contestaban "¡Hijadepú!". Mi ignorancia me llevó a pensar que se escribía B3 durante al menos un mes. Le tuve mucho aprecio porque fue el único que funcionó como corresponde. De más está aclarar que no entendía como carajo mandar mensajes de texto así que me gastaba todo el crédito llamando para preguntar "¿Me traés puchos?". Aquí comenzó el debacle. Lo abandoné porque era un celular muy frágil y, como mi mamá, soy muy torpe. Así que me separé del único celular que me trató bien.

El bebé: El bebé era un capricho tecnológico de mi otra madre. Por ser tan pequeño y compacto, era mucho más maciso que el V3, así que con ese tema nos llevamos muy bien. Era un Pantech nosecuanto, una miniatura japonesa cuyos ringtones sonaban todos como tocados en un clavicordio. LO AMABA. Por pequeño, por raro, por irrompible. Pero lo bueno duró poco. Al poco tiempo de tener el aparato, comecé a tener problemas para recibir llamados: me llegaban más tarde, me aparecían las llamadas perdidas sin haber sonado... Los mensajes llegaban cuando querían. Además era tan chiquito que lo perdía en la mochila (me negaba a tenerlo colgado de la cintura). Así que.. Adiós bebé, te recordaré por siempre con mucho amor.

El primero: Llegó entonces el primer celular que me compré para mí. Lo quería lo quería y lo tuve. El Nokia naranja. El nokia naranja me llenó de multimedia, música y cámara de fotos. El nokia naranja tenía auricular con micrófono incluido para el manos libres. El nokia naranja, luego de un tiempo, dejó de funcionar. Comenzó reseteándose sistemáticamente hasta que un día se murió la pantalla y no funcionó nunca más. (Debo aclarar que luego lo tuvo otra persona y a ella SÍ le funcionaba. Ahí comencé a sospechar que mi relación con los celulares estaba completamente jodida). Durante un tiempo tuve el nokia 1100 de mi madre (que había sido obligada a abandonarlo) pero se lo devolví rápido porque se cansó del nuevo que tenía y quiso su tecnología antigua de vuelta.

El barato: Luego de la muerte del nokia, me acerqué a la compañía telefónica a comprar uno nuevo. Ninguno de los que me gustaba estaba en stock así que me compré el más neutro y barato: un Sony Ericsson Z780i (¡me matan los nombres de los celulares!). Digamos que funcionaba bastante bien. Los problemas que tenía estaban relacionado netamente con la compañía antes que con el aparato, salvo en ciertas ocasiones en que se reseteaba el display de la pantalla pero al ratito volvía, así que no pasaba nada.

El capricho: último llegó mi capricho, el LG KP-500 touch screen, una preciosura de aparato. Simple en su diseño, bastante resistente. Era de mi prima y me lo vendió usado, así que me salió lo mismo que el Sony anterior. Me lo compré de caprichosa, es verdad. No lo necesitaba, pero me lo cobró tan barato que me tenté y se lo compré. No puedo mandar mensajes de texto. No me entran las llamadas. Los primeros días tuve que pasar el chip de vuelta al Sony para poder usar la línea, pero hace dos días que el Sony, ofendido por su reemplazo innecesario, dejó de funcionar. Ahora ando haciendo malabares de chip para ver con cuál agarro señal, con cual puedo hablar, cuál me manda el mensaje. Si intento llamar varias veces, por ahí al octavo intento me da tono. En cualquiera de los celulares. ¿En qué momento cagué mi relación con la telefonía celular? Ah, cierto, cuando cambié el V3 por miedo a que se rompiera... ¡Qué idiota!

viernes, 14 de mayo de 2010

Mimamámemima.

Mi mamá es una loca. Pero una loca linda. Una loca muy linda. Siempre me pareció un poco extraña. No extraña como ajena a mí (después de todo, es mi madre, nos conocemos desde que nací) sino extraña. Rara. Bien rara. Linda rara.

Mi mamá sólo cocina con receta. Al principio yo creía que era de pancha, que no quería pensar las cosas y por eso usaba las recetas. Pero no. Obviando cosas como bifes, milanesas (listas para freír), puré y otras cosas, para todo usa receta. Usa receta porque si no se olvida de lo que tiene que poner. Nunca la vi cocinando nada sin una receta (de hecho, tiene un cuadernito desde antes que yo naciera con anotaciones de recetas familiares, pasadas de boca en boca conversación telefónica de por medio).

Mi mamá está convencida de que si Bono de U2 la hubiese conocido, se hubiese enamorado de ella y se hubiesen casado. A mi, la verdad, es que esto me resulta normal. Imagínense que escuché esto mucho antes de saber quién era Bono... A esta altura me parece algo más que verosímil. Digo, la posibilidad. Ella está convencida y yo le creo.

También está convencida de que tiene la habilidad de la telequinesis, pero que no se anima a explorarla por miedo a que un día, en un brutal enojo, le suceda lo mismo que a Carrie en su fiesta de egresados. (Mi mamá en realidad cree que todos tenemos esa habilidad, pero que muy pocos somos conscientes de que la tenemos). La verdad es que, a pesar de las risas del día en que nos lo dijo y a pesar de sus grititos semi-ofendidos de "¡No se rían! ¡Les digo que es verdad!", yo le creo.

Mi mamá me despertó un día a las dos de la mañana, un miércoles en época de clases, para que le enseñara a bailar "como se baila en una fiesta de quince", con un disco de cuarteto sonando en el living. La saqué de culo, me dijo que por favor, le di dos volteretas y me volví a dormir.

Mi mamá me hizo el desayuno hasta los catorce años y odiaba levantarse temprano.

Mi mamá tiene el espíritu de Don Juan Carlos Greenpeace tatuado en el pecho y no para de juntar perros de la calle, alimentarlos, llevarlos al veterinario y reubicarlos en hogares. Es una actitud muy noble y que denota un muy buen corazón. De los que levantó ya se quedó con tres. Una vez se trajo un pichón de paloma que se había lastimado un ala. Alimentamos al pájaro durante dos semanas con una jeringa con polenta y la muy idiota paloma se suicidó tratando de pasar por abajo de la reja. Mi mamá lloró durante una semana cada vez que se acordaba de la paloma.

Mi mamá es una persona muy generosa y muy humanitaria. Desde lo que puede, desde lo que encuentra. Como es profesora de inglés en su trabajo (que nada tenía que ver con el inglés) le daba clases gratis de inglés a cualquier empleado de la empresa que quisiera. Hace un tiempo quería contratar de su bolsillo un profesor de tango para que se juntaran a divertirse con todos los compañeros de trabajo "Es una ecuación muy simple: ¡si trabajamos felices trabajamos mejor!".

Por todas estas cosas, hago este pequeño homenaje. Todas sus cosas que me causan gracia, ternura, admiración y, a veces, un poco de fastidio. Porque todo esto hace que me guste mucho más ser quien soy. Claramente su hija.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Mi gata.

Mi pobre gata está harta de sus hijos. Y cuando digo harta quiero decir simplemente eso, harta. Desde que las ratitas adorables aprendieron a subirse al sillón, ella se dio cuenta que ya no había escapatoria. Cada tanto la dejo salir al balcón, para que no muera angustiada. Hace dos días, cada vez que abro la puerta de mi pieza (la mantengo cerrada para que no entren los pequeños Judas a llenarme la alfombra de pelos) la encuentro acurrucada en la puerta, con cara de "Por favor, dejame entrar".

La verdad es que la entiendo. La entiendo completamente. Son adorables. Son hermosos. Son graciosísimos. Son entretenidos de ver. Pero tienen uñas muy finitas. Tienen dientes muy puntiagudos. Tienen la maldita manía de pelearse por todo y chillar bien fuerte.

Al menos una vez a la noche me levanto a ver si no me destrozaron la casa. Cada vez que me voy a la cama leo un poco y después prendo la tele para fumarme un pucho y mirar algún programa de detectives, policías, homicidios o de esos que resuelven cualquier delito con una prueba de ADN. Mientras realizo cualquiera de las dos, no hay problema. Tanto las palabras de la televisión como las palabras del libro saben callar cualquier sonido externo a mi habitación.

El problema es cuando apago la luz. ¿Se dieron cuenta que cuando la luz está apagada se escucha más? Cuando apago la luz y me acomodo bien en la cama comienzan los ruidos. A veces puedo identificarlos: un cuaderno siendo arrastrado por el living, dos gatitos caminando sobre mi entrega de la semana pasada, una lata con lápices que se cae al piso... Si se van de mambo, salgo a poner orden, ya sea para ordenar lo que tiraron, para ver que alguno no esté aplastado por un libro o para desenganchar al aventurero que se está trepando por el cable de la playstation.

Ayer a la noche, cuando todavía estaba mirando la televisión, escuché un ruido terrible. No quiero ser exagerada, pero sonó como si me hubieran tirado a la mierda la biblioteca del living. Apuradísima salí de la pieza dispuesta a encontrarme con una tragedia. ¿Qué encontré? Los gatitos dormían muy panchos en el sillón y me miraron con cara de "¡Zorra, apagá la luz!". Y mi gata estaba acurrucada, escondida debajo del sillón con cara de haberse mandado una cagada. Miré alrededor, todo estaba igual a como lo había dejado. En vez de enojarme le hice unos mimos y le dije lo mismo que le digo cada vez que se manda una cagada y no puedo pescarla in fraganti: "¡Ojito, eh!". Pero la verdad es que aunque hubiese dado vuelta una silla, no le hubiese dicho nada. Porque al mirarla recordé como tiene las tetas por los bestias de sus hijos y cómo escalan su lomo agarrándose con sus garritas. ¿Qué le iba a decir? Me parece que ya tiene castigo suficiente.

(Ahora, para que me odien un poco, pongo una foto de los pequeños demonios. Para que me digan "¡Son preciosos! ¿Cómo te van a molestar tanto? ¡Son divinos! ¡Son unos angelitos!". Angelitos... Los invito a tomar unos mates, a ver cuántos de ustedes se bancan dos "angelitos" escalando por sus jeans.)


(Aclaro que falta uno. Es imposible sacarle una foto a los cuatro juntos...)