miércoles, 12 de mayo de 2010

Mi gata.

Mi pobre gata está harta de sus hijos. Y cuando digo harta quiero decir simplemente eso, harta. Desde que las ratitas adorables aprendieron a subirse al sillón, ella se dio cuenta que ya no había escapatoria. Cada tanto la dejo salir al balcón, para que no muera angustiada. Hace dos días, cada vez que abro la puerta de mi pieza (la mantengo cerrada para que no entren los pequeños Judas a llenarme la alfombra de pelos) la encuentro acurrucada en la puerta, con cara de "Por favor, dejame entrar".

La verdad es que la entiendo. La entiendo completamente. Son adorables. Son hermosos. Son graciosísimos. Son entretenidos de ver. Pero tienen uñas muy finitas. Tienen dientes muy puntiagudos. Tienen la maldita manía de pelearse por todo y chillar bien fuerte.

Al menos una vez a la noche me levanto a ver si no me destrozaron la casa. Cada vez que me voy a la cama leo un poco y después prendo la tele para fumarme un pucho y mirar algún programa de detectives, policías, homicidios o de esos que resuelven cualquier delito con una prueba de ADN. Mientras realizo cualquiera de las dos, no hay problema. Tanto las palabras de la televisión como las palabras del libro saben callar cualquier sonido externo a mi habitación.

El problema es cuando apago la luz. ¿Se dieron cuenta que cuando la luz está apagada se escucha más? Cuando apago la luz y me acomodo bien en la cama comienzan los ruidos. A veces puedo identificarlos: un cuaderno siendo arrastrado por el living, dos gatitos caminando sobre mi entrega de la semana pasada, una lata con lápices que se cae al piso... Si se van de mambo, salgo a poner orden, ya sea para ordenar lo que tiraron, para ver que alguno no esté aplastado por un libro o para desenganchar al aventurero que se está trepando por el cable de la playstation.

Ayer a la noche, cuando todavía estaba mirando la televisión, escuché un ruido terrible. No quiero ser exagerada, pero sonó como si me hubieran tirado a la mierda la biblioteca del living. Apuradísima salí de la pieza dispuesta a encontrarme con una tragedia. ¿Qué encontré? Los gatitos dormían muy panchos en el sillón y me miraron con cara de "¡Zorra, apagá la luz!". Y mi gata estaba acurrucada, escondida debajo del sillón con cara de haberse mandado una cagada. Miré alrededor, todo estaba igual a como lo había dejado. En vez de enojarme le hice unos mimos y le dije lo mismo que le digo cada vez que se manda una cagada y no puedo pescarla in fraganti: "¡Ojito, eh!". Pero la verdad es que aunque hubiese dado vuelta una silla, no le hubiese dicho nada. Porque al mirarla recordé como tiene las tetas por los bestias de sus hijos y cómo escalan su lomo agarrándose con sus garritas. ¿Qué le iba a decir? Me parece que ya tiene castigo suficiente.

(Ahora, para que me odien un poco, pongo una foto de los pequeños demonios. Para que me digan "¡Son preciosos! ¿Cómo te van a molestar tanto? ¡Son divinos! ¡Son unos angelitos!". Angelitos... Los invito a tomar unos mates, a ver cuántos de ustedes se bancan dos "angelitos" escalando por sus jeans.)


(Aclaro que falta uno. Es imposible sacarle una foto a los cuatro juntos...)



1 comentario:

delius dijo...

Ha ha, muy tierno el relato, los gatitos se ven hermosos, pero claro, cualquier cría así chiquitita es agotadora!!! Tu gata debe tener mucha onda, saludos!