viernes, 25 de febrero de 2011

Pequeños logros caseros de vivir sola.

Esta es la primera vez que vivo sola. Pero sola sola. De pequeña viví mayoritariamente con mis madres y part-time con mi padre. En Suecia, viví con la familia sueca. Al volver me mudé con amigos y durante un corto tiempo viví con mi ex. Pero ahora, hace más o menos nueve meses, vivo sola. Ningún parto.

Diría que no me resultó muy difícil. No sé si el hecho de haber sido hija única influyó (pasaba bastante tiempo sola, al menos más que la gente que nació en familias más grandes) y mis madres trabajaban mucho, por lo que a partir de los 14 años gozaba de tardes enteras sola en mi casa, al menos cuatro veces a la semana. Es verdad, me tocaba cocinar la cena al menos dos noches, sabía usar el lavarropas (aunque mis madres tenían que correrme para que lo accionara) y si bien contábamos con una ayuda para la limpieza, sabía al menos para que servía cada producto de debajo de la mesada. No era un haz hogareño, pero más o menos entendía por donde venía la mano.

Pero desde que vivo sola, se han presentado ciertas tareas que me han planteado pequeños desafíos, entre ellas el día que me compré el televisor y el día que me regalaron un lavarropas.

Aclaremos de antemano que ni las películas, ni las series ni las novelas ayudan mucho: generalmente hay un novio/marido o al menos un cancherón (que se quiere levantar a la chica) que le instala el televisor, por más que sea sólo mover un cable. Y como, lamentablemente, suelo mirar cosas yankis, si no hay hombre hay hombre instalador de cosas (¿vieron que en las películas hay "técnico" para todo?).

El día que traje el televisor (con la ayuda de mi prima, porque es un televisor grande), la lucha comenzó con colocarle la base para que se quedara parado. Lo puse patas para arriba en el sillón, le encastré la base y cuando lo dí vuelta para ponerlo sobre el mueble la base se cayó. Dicha operación se repitió tres o cuatro veces para descubrir que tenía que atornillarla a la pantalla. Qué boluda... No por mi culpa, sino por el empeño de los señores de Cablevisión para enroscar los adaptadores de la antena como si el mundo dependiera de ello, tardé media hora, pinza del vecino de por medio y dolor de nudillos, para poder conectar el cable a dicho aparato.

Pero ayer... Ayer directamente tuve un entrenamiento físico. Levantar el lavarropas para sacarlo de la base de telgopor me dejó exhausta a los cinco minutos de haber comenzado la tarea de instalarlo. Sudando la gota gorda (o al menos yo creía que eso era sudar la gota gorda) abrí el manual para enterarme que los lavarropas tienen tornillos (tipo tuerca) de seguridad. Bueno -dije- tuercas... Eso se desenrosca... No le veo el problema. Admito que mi kit de herramientas es limitado (mil destornilladores, un martillo y una pinza pequeña) pero no sabía que tenía que tener una llave T para instalar el lavarropas. Por lo que supuse que mi pinza pequeña tenía que servir.

Después de 10 minutos de darle a la primera tuerca estaba convencida de que los que embalaban los lavarropas eran los mismos que ajustaban la ficha adaptadora de Cablevisión. Trabajaba a dos manos, repasador de por medio para no hacerme más daño del necesario. Las poses que adopté para agregar fuerza eran dignas del kamasutra, tenía la cara colorada y transpiraba profusamente, mientras enunciaba coloridas frases como "¡Dale hija de puta!" y llorisqueaba cuando me cansaba. Pero finalmente, 20 minutos después, lo logré. Acomodé el aparato en su lugar, realicé las conexiones pertinentes, lo enchufé y abrí el manual de instrucciones para realizar el primer lavado, sin ropa y con el agua a temperatura máxima (tal como dice el librito). Estudié cuidadosamente las veinticinco detalladas y maravillosas funciones, para elegir finalmente la número ocho, que fue la única que realmente entendí.

Mi odisea fue tan heroica como insignificante y mucha gente puede pensar que una cosa tan estúpida no puede causar tanta felicidad, pero reconozco que cuando vi el agua en el tambor y comenzaron las primeras revoluciones, no pude hacer menos que dar unos saltos a la voz de "¡Fun-cio-nó! ¡Fun-cio-nó!", mientras mi gata salía corriendo y mis vecinos pensaban "Por favor, esa chica está loca".

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