Otro punto a mencionar para el desarrollo de esta entrada es que, si estoy en mi casa, paso el 80% del tiempo en pijama. Sí, no importa qué es lo que esté haciendo, es una costumbre adoptada de mi época del colegio: volvía de la escuela y, al menos, me cambiaba el jean del uniforme por los pantalones del pijama. Ni hablar si me despertaba y sabía que no tenía que salir más... En esa ocasión, el pijama es lo único que mi cuerpo adormecido identificaba como ropa.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, podrán ustedes deducir la cantidad de veces que, juntando el tiempo que estoy en pijama y la cercanía de las necesidades básicas, he salido a la calle en pantuflas y pantalón pijamesco, pseudo-tapado por la campera en casos de frío.
Ahora vivo en pleno centro de la ciudad. Pleno centro. Tengo todo a mi alcance. Salir a comprar un atado de puchos significa encontrarme con los oficinistas apurados para llegar al trabajo, con los adolescentes hormonados histeriqueándose sin ton ni son, con las señoras hechas y derechas que le compran un calzoncillo de Kevingston a su hijo varón. Todos creerían que mi hábito de salir en pijama a la calle iba a menguar. Pero no.
Hoy me desperté a las 9 de la mañana. Me lavé la cara, me lavé los dientes, me puse el pantalón del pijama, las pantuflas y la campera y salí a comprar unas facturas para el desayuno. Es cierto, la panadería está a media cuadra, pero con el tránsito de gente que hay en esta zona, equivale a caminar 15 cuadras con esa vestimenta en un barrio común.
No pudo importarme menos. Sí, vivo en pleno centro de la ciudad. Pero no deja de ser un barrio, el barrio en donde vivo, el barrio donde está mi casa. Y ningún oficinista, ningún adolescente ni ninguna señora con bolsita de Kevingston va a hacerme dejar de ser quien soy: lisa y llanamente una pancha despreocupada.